La frase de la semana

La frase de la semana:
"Todos los días tienen algo bueno que te encantaría que se repitiese"

viernes, 23 de octubre de 2015

La importancia de elogiar a nuestros hijos

Hace unos días leí un artículo sobre los peligros de elogiar a nuestros hijos.  Estoy tan a favor de elogiarlos y tan en desacuerdo con la gran mayoría de las cosas que decía ese artículo que me apetece escribir mi opinión.
A todos nos gusta ser elogiados, y de hecho a veces hacemos cosas sólo para que nos elogien. Es una forma madura y adulta de llamar la atención. De hecho ante las cosas simples y cotidianas los adultos tenemos tendencia a quejarnos cuando no se nos elogia. Constantemente las madres preguntamos “¿está rica la comida?”. Si los elogios no fuesen necesarios no haríamos esa pregunta, nos serviría con ver buenas caras mientras los niños comen, o que al menos no protesten ni digan “no me gusta”. Pero no, ni siquiera cuando no escuchamos quejas necesitamos que salga de la boca de nuestros pequeños un “qué rico está”. Necesitamos escuchar un elogio ante un esfuerzo. Porque para otros a lo mejor lo que acabas de hacer es sencillo, peor para ti seguramente el tener la comida hecha para todos sea un gran esfuerzo, y por lo tanto, susceptible de ser elogiado.
Para mí los niños son algo así como el ser humano es estado puro, sin tapujos, sin complejos, sin represiones. Por eso son tan sinceros y expresivos (para lo bueno y para lo malo). Y si un adulto necesita un elogio, un niño más aún.
No se trata de crear en los niños ideas inventadas o falsas, sino de elogiar sus logros. Y quiero enfatizar tanto sus como logros. Es decir, elogiar cosas que el niño hace bien continuamente (lo cual suele ser, para sus limitaciones, prácticamente todo) creo que es innecesario porque creamos en ellos esa necesidad, haciendo que se frustren cuando no reciben un estímulo positivo tras una acción. Pero elogiar un logro es diferente. Según la RAE elogiar es “conseguir o alcanzar aquello que se intenta o se desea”. El problema que tenemos a veces los padres es que no distinguimos qué es un logro. Para nosotros todo lo que un niño hace es sencillo, y por lo tanto no vemos el gran esfuerzo que son para ellos muchas cosas. A veces no es que se acuerden de no colgar el abrigo en su sitio, sino que desde ahí abajo ni ven el perchero y por lo tanto no se acuerdan de hacerlo.
Tal vez muchas veces confundamos si tenemos que elogiar un logro de nuestros hijos o aquellos logros que nosotros deseamos que consigan. Tal vez tras muchos días insistiendo a nuestro hijo en que vea la televisión desde el sofá, y no sentado en el suelo pegado a ella, lo elogiemos el día que sin decirle nada se coloque donde nosotros queremos. Eso es un elogio ante una situación que el niño no siente como elogiable, porque de hecho en realidad no entiende la necesidad de no “comerse” la televisión por mucho que se lo expliques. En cambio nos olvidamos de elogiarle cuando consigue encajar todas las piezas del juego de construcción, porque para nosotros ese juego no es importante, sin pensar que él tenía ese deseo, conseguir hacer la fuerza necesaria para encajar esa pieza que llevaba días resistiéndosele.
Además como escribí en la frase la semana “reforzando lo bueno se mejora lo peor”, y si reforzamos con elogios lo bueno de nuestros hijos, crearemos en ellos un sentimiento positivo constante que les hará ser más felices y en consecuencia corregir ciertos comportamientos.  Pensad en los adultos: el día que estamos felices y no conseguimos algo le quitamos importancia, porque el estado de felicidad es prioritario, pero cuando tenemos un mal día, ese mismo hecho que no conseguimos hace que nos enfademos, que nos pongamos de mal humor, que hablemos dando cuatro gritos… Los niños hacen igual, reaccionan de esa manera pero de forma más primaria: por eso les dan pataletas y rabietas, porque a diferencia de los adultos no han aprendido aún a gestionar la frustración.

De corazón, mi humilde consejo es que conseguiremos una cadena de sentimientos y acciones positivas si elogiamos los logros de nuestros hijos. Os animo a que lo hagáis.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Recetas imprecisas de todo y nada

Hace ya unos cuantos días mi hermana me pidió la receta de la bechamel. No es que me cueste escribir, aunque sí me falta tiempo, pero no he sido capaz de hacerlo todavía porque no sé cómo...

Esto me recuerda a hace unas semanas cuando intenté colgar la receta de unos bollitos para merendar... y tampoco pude. Es más, iban a ser medias noches, pero resultaron ser bollitos, riquísimos, es o sí, pero no eran lo que yo tenía en mente.

¿Qué pasó? Que quien me dio la receta es una cocinera estupenda pero no sabe dar recetas.
Vengo observando esto últimamente en las abuelas y buenas cocineras de mi entorno. A preguntas esenciales para nosotras, pobres inexpertas, del estilo ¿cuánta cantidad le echo? (de lo que sea) dan respuestas absurdas del tipo "no sé, hija, lo que te pida", "tu ya vas viendo", "un poco a ojo", "a tu gusto"... Me cabrea, y mucho, y me entran ganas de decir "pues a mí el caldo no me pide nada", "a mi gusto no, al tuyo, que es quien sabe hacer la receta"...
Después está el tema de las medidas: siempre te las dan inexactas, usando como ejemplo recipientes que ya no tenemos en las casas. Te dicen: echa de agua una taza de duralex, de aceite necesitas medio vaso de los de nocilla. ¡No se darán cuenta de que el duralex es un material, no un tipo de taza!, y que además casi nadie las tiene ya (en gran medida debido a que una de las características de estas viejas tazas es que al caerse se rompen en mil pedazos pequeñitos y por eso ya nadie las quiere).
Tampoco piensan en que los vasos de nocilla de antes tampoco tienen la misma medida de los de ahora. ¿Qué haces en ese momento? ¿Le pides "su" vaso de nocilla o le preguntas: cuál, el de la promo de Minions o el de Frozen?
Imaginad que le doy a mi suegra una receta y le digo que de agua eche la mitad de un vaso de los de vino de la serie Murkla de Ikea, ¡la cara que se le quedaría!

Pero esto de lo que me quejo debemos tenerlo en el subconsciente cuando hacemos una cosa de forma automática. Hacemos algo pero no sabemos expresarlo, simplemente sabemos hacerlo, y como no tenemos que enseñar, no nos fijamos en cómo explicarlo. Y eso mismo me sucedió con la dichosa receta de la bechamel.

Mi primera versión era algo tan preciso y a la vez impreciso como:
Ingredientes:
Aceite: cubres la base la satén, como medio dedo meñique de alto;
Sal: un poquito;
Mantequilla (aunque en realidad yo siempre uso margarina, no sé cómo me las apaño): de la tarrinas da las de toda la vida, unos tres dedos;
Harina: ahí ya me pillas, un poco a ojo, no sé, una montaña;
Nuez moscada: ahí sí que sé, salpico cinco veces  por la parte del bote con agujeros pequeños (tengo la rara manía de contar a la vez);
Leche: lo que te pida, según veas que va espesando.

Me sentí bastante abuela así que mejor era no darle la receta y sugerirle que viniese a mi casa en Navidad y me viese hacerla.

Os dejo aquí, por si queréis arriesgaros, la NO receta de los bollos-medias noches:

Hacer una masa con:
10-20 gr. de levadura prensada desleída en 3 dedos de leche (a saber el ancho del vaso) y 100 gr. de harina.
Hacer otra masa con:
2 vasos de harina (a saber qué vasos)
2 huevos (me imagino que de los medianos)
50gr. mantequilla
1 1/2 cucharada de azúcar (¿de postre?, ¿sopera?)
sal (lo que te pida)
3 dedos de agua

Unir las dos masas y taparlo hasta que duplique su volumen. Hacer bolitas y colocarlas en una fuente de horno y esperar a que suban otra vez. Pintar con huevo y hornear (más o menos, 20 minutos a 180º)